segunda-feira, abril 24, 2006

Retornos del amor recién aparecido

Cuando tú apareciste,
penaba yo en la entraña más profunda
de una cueva sin aire y sin salida.
Braceaba en lo oscuro, agonizando,
oyendo un estertor que aleteaba
como el latir de un ave imperceptible.
Sobre mí derramaste tus cabellos
y ascendí al sol y vi que eran la aurora
cubriendo un alto mar en primavera.
Fue como si llegara al más hermoso
puerto del mediodía. Se anegaban
en ti los más lucidos paisajes:
claros, agudos montes coronados
de nieve rosa, fuentes escondidas
en el rizado umbroso de los bosques.
Yo aprendí a descansar sobre tus hombros
y a descender por ríos y laderas,
a entrelazarme en las tendidas ramas
y a hacer del sueño mi más dulce muerte.
Arcos me abriste y mis floridos años
recién subidos a la luz, yacieron
bajo el amor de tu apretada sombra,
sacando el corazón al viento libre
y ajustándolo al verde son del tuyo.
Ya iba a dormir, ya a despertar sabiendo
que no penaba en una cueva oscura,
braceando sin aire y sin salida.
Porque habías al fin aparecido.

Rafael Alberti

domingo, abril 23, 2006

Gatos de Roma

Os gatos,
não vagabundos mas sem ter um dono,
ao sol adormecidos
em ruas sem passeios,
ou esperando uma mão generosa
talvez entre ruínas,
os gatos
imortais de um modo tão humilde,
desafiam o tempo, permanecem
suportando bons e maus momentos,
nada sabendo da História
que levanta edifícios
ou os deixa abismar-se entre pedaços
belos ainda, agora nobres pedestais
dessas figuras: livres.
Olhar fixo de uns olhos muito verdes,
em solidão, em ócio e luz distante.
Olhos semicerrados, olhos quase chineses,
loira a pele em calma iluminada.
Erguido junto a um mármore,
resto sobrevivente de coluna,
alguém feliz e pulcro
alia-se com a pata bem lambida.
gatos. Frente à História,
sensíveis, sérios, sozinhos, inocentes.


Jorge Guíllen

Os Gatos

Lindo gato, vem cá, vem ao meu colo;
Encolhe as unhas dessa pata,
E deixa que eu mergulhe nos teus olhos,
Um misto de metal e ágata.

Quando os meus dedos, à vontade, afagam
O dorso elástico, a cabeça,
E a mão se me inebria de prazer
No corpo eléctrico, a apalpá-lo,

Vejo a minha mulher. O seu olhar,
Tal como o teu, querido animal,
Frio e profundo, fende-nos qual dardo,

E da cabeça até aos pés
Um ar subtil, um perfume perigoso
Nadam em torno do seu corpo.

Charles Baudelaire

Gato doméstico

Agrada-me estar entre mulheres bonitas.
P'ra quê mentir sobre coisas destas?
Volto a dizê-lo:
Agrada-me conversar com mulheres bonitas
Embora não digamos senão tolices.

O ronronar das invisíveis antenas
É estimulante e delicioso ao mesmo tempo.

Ezra Pound

Oda al gato

Los animales fueron
imperfectos,
largos de cola, tristes
de cabeza.
Poco a poco se fueron
componiendo,
haciéndose paisaje,
adquiriendo lunares, gracia, vuelo.
El gato,
sólo el gato
apareció completo
y orgulloso:
nació completamente terminado,
camina solo y sabe lo que quiere.


El hombre quiere ser pescado y pájaro,
la serpiente quisiera tener alas,
el perro es un león desorientado,
el ingeniero quiere ser poeta,
la mosca estudia para golondrina,
el poeta trata de imitar la mosca,
pero el gato
quiere ser sólo gato
y todo gato es gato
desde bigote a cola,
desde presentimiento a rata viva,
desde la noche hasta sus ojos de oro.


No hay unidad
como él,
no tienen
la luna ni la flor
tal contextura:
es una sola cosa
como el sol o el topacio,
y la elástica línea en su contorno
firme y sutil es como
la línea de la proa de una nave.
Sus ojos amarillos
dejaron una sola
ranura
para echar las monedas de la noche.


Oh pequeño
emperador sin orbe,
conquistador sin patria,
mínimo tigre de salón, nupcial
sultán del cielo
de las tejas eróticas,
el viento del amor
en la intemperie
reclamas
cuando pasas
y posas
cuatro pies delicados
en el suelo,
oliendo,
desconfiando
de todo lo terrestre,
porque todo
es inmundo
para el inmaculado pie del gato.


Oh fiera independiente
de la casa, arrogante
vestigio de la noche,
perezoso, gimnástico
y ajeno,
profundísimo gato,
policía secreta
de las habitaciones,
insignia
de un
desaparecido terciopelo,
seguramente no hay
enigma
en tu manera,
tal vez no eres misterio,
todo el mundo te sabe y perteneces
al habitante menos misterioso,
tal vez todos lo creen,
todos se creen dueños,
propietarios, tíos
de gatos, compañeros,
colegas,
discípulos o amigos
de su gato.


Yo no.
Yo no suscribo.
Yo no conozco al gato.
Todo lo sé, la vida y su archipiélago,
el mar y la ciudad incalculable,
la botánica,
el gineceo con sus extravíos,
el por y el menos de la matemática,
los embudos volcánicos del mundo,
la cáscara irreal del cocodrilo,
la bondad ignorada del bombero,
el atavismo azul del sacerdote,
pero no puedo descifrar un gato.
Mi razón resbaló en su indiferencia,
sus ojos tienen números de oro.

Pablo Neruda

sábado, abril 22, 2006

Qué matan los suicidas


La muerte no tiene pasado.
A pesar de ello, cuando un escritor decide suicidarse, los lectores y los críticos buscan en cada una de sus palabras un indicio, una premonición, analizan sus páginas como policías que buscaran huellas en el escenario de un crimen y hasta parecen querer leer sus obras como si, por alguna improbable perversión de las leyes del tiempo y el espacio, hubieran sido escritas después de desaparecido su autor, o como si éste hubiera sido durante años un muerto en vida, alguien que ya escribía desde el futuro, desde ese terrible después.
Cuando no existen respuestas, lo mejor es inventarlas.
Cuando los hechos no bastan, hay que recurrir a la imaginación.
Sin embargo, el silencio de la muerte sólo existe para los vivos, son los que quedan de este lado del más allá quienes parecen sentir la imperiosa necesidad de cubrir o al menos atenuar ese hermético vacío que deja tras de sí la muerte, esa inmovilidad como ultraterrena que sucede al disparo, la copa de veneno o la caída al vacío.
Y son los vivos, o los sobrevivientes, que diría un fatalista, quienes inventan lo que tienen que decir las palabras del suicida, quienes asocian el drama final con el resto de la historia de la mujer o el hombre que dijo basta, lo mismo que si no fuesen más que los dos extremos de una misma soga. En realidad, y esto lo sabe cualquier psiquiatra, la mayor parte de los suicidas no saben que van a matarse hasta poco antes de abrir la espita del gas o volcarse en la palma de la mano los barbitúricos.
Algo así como los marineros del relato de Horacio Quiroga que se reproduce en este volumen. Son personas depresivas, amargadas o infelices y, seguramente, han jugado en más de una ocasión con la idea del suicidio, pero el paso suelen darlo en un momento de desesperación. Un suicidio se comete, pero no se planea, no al menos como cualquier otro acto. Pensar en morir es muy distinto a ir a morir, como se ve con astuta claridad en el extraordinario relato de Ambrose Bierce incluido en esta antología.
Hay escritores que intentaron matarse varias veces, eso es cierto, como la poeta norteamericana Anne Sexton o como otro de los escritores seleccionados para este libro, Guy de Maupassant, que veía en el suicidio, como tantos otros, un acto de poder del hombre ante la fatalidad: "¡El suicidio! Pero ¡si es la fuerza de quienes ya no tienen nada, la esperanza de quienes ya no creen, el sublime valor de los vencidos! Sí, hay una puerta por lo menos en esta vida, siempre podemos abrirla y pasar al otro lado."
Hay, también, escritores que pusieron fecha de caducidad a sus vidas, como el poeta Gabriel Ferrater, que anunció a los treinta años que no cumpliría jamás los cincuenta y uno y, cuando llegó el momento de cumplir su palabra, se puso fin de un modo estremecedor, atándose una bolsa de plástico a la cabeza. Por alguna razón, esa vulgar bolsa de plástico me produce un escalofrío mayor que las espadas con que se ultimaron Yukio Mishima o Emilio Salgari.

Y hay autores que decidieron tomarle la delantera a la muerte cuando, por unos u otros motivos, sus existencias ya eran, como en el relato de Jack London que incluye este libro, "un largo camino de amargura y horrores" que se había ido estrechando y que ya llegaba a su fin. Eso le ocurrió a Sylvia Plath, que no pudo sostener el peso de ser abandonada; a Reinaldo Arenas, que pronto descubriría que el paraíso capitalista era igual que el infierno comunista; a Hemingway y Bohumil Hrabal, el primero de los cuales se disparó para matar, junto a él, todo el sufrimiento que le causaba el cáncer que padecía; y el segundo porque encontró un doble remedio trágico al sufrimiento que le producía la enfermedad, en su caso una terrible artritis, y a la depresión en que lo había sumido la muerte de su esposa. Le ocurrió a Marina Tsvietáieva cuando ya sólo quedaban a su alrededor miseria y abandono. Y también a dos de los autores de este tomo, Stefan Zweig y Virginia Woolf, el primero por huir de su memoria -igual que Paul Celan, el fascista Pierre Drieu la Rochelle o Primo Levi- y la segunda por escapar a la locura. El fracaso literario llevó a la tumba a Maiakovski y a Alfonso Costafreda. El alcohol empujó hasta el cementerio a Malcolm Lowry, a Dylan Thomas, ambos presentes aquí, y hace poco al poeta Javier Egea. Otros, como Pavese, se mataron porque eran incapaces de seguir vivos. Es impresionante, al leer este libro, pensar en el cianuro de Horacio Quiroga, la morfina de Jack London, el veronal de Ryunosuke Akatugawa, la bala dadaísta de Jaques Rigaut o los somníferos de Malcolm Lowry. Es impresionante pensar en el minuto anterior a todo eso, ese minuto que creo que ha reflejado como nadie otra suicida, la poeta y narradora austriaca Ingeborg Bachmann, que se quemó viva prendiéndole fuego a su cama, por ejemplo en este poema de su libro No sé de ningún mundo mejor -publicado en España por Hiperión y traducido por Jan Pohl-, titulado "Hablar con un tercero":

Y he elegido a la
muerte, para todas las
confesiones ella, le he
contado, a esta muerte
disparatada, a la que no
puedo imaginar, a la que
puedo provocar rápidamente,
pero nunca imaginar, le
he contado.
La muerte, a la que le he contado
tiene la amargura de treinta
píldoras, mide una
caída por la ventana, y
le digo, al estar sola
con ella, ella tan larga tan larga como una caída por la ventana,
ella tan corta, larga como un sueño,
hasta que le quite al sueño
la preocupaciones por
mí, le cuento a este
tercero.
Digo: hazme ver su
boca, y ese ojo
hazme ver cómo era,
dale marcha atrás,
hazme ver cómo
digo:
Otra vez, y
soy.

La muerte no es un valor literario ni el suicidio tiene más que ver con la literatura que el amor, el odio, la felicidad, el miedo, la tristeza, el deseo, la traición, la soledad o la envidia. Y, claro, no hay muerte que convierta un libro en algo mejor de lo que es, porque en el espacio hermético e inalterable de las obras impresas, a los relatos, los poemas y las novelas no les importa en absoluto si su autor está vivo, muerto o en un punto intermedio entre ambos estados. Y, en el fondo, a los lectores tampoco. Excepto, quizás, a los más morbosos. En este libro no sólo se reúne a unos cuantos autores suicidas, sino que en gran parte de los relatos el suicidio es un tema central o, como mínimo, una amenaza de fondo. Sin embargo, lo que les ha otorgado a la gran mayoría de estos escritores un lugar en la historia es la calidad de sus obras, no la tragedia de sus vidas. Alrededor del suicidio hay, como no podía ser de otro modo, toda una mitología, y hasta quien se atreve casi a decir que no matarse es de cobardes. No comparto esa opinión ni suicidarse me parece un acto de coraje, sólo de desesperación.
Y tampoco creo que los autores que terminan suicidándose posean un secreto que los demás ignoran. Las librerías están llenas de obras maestras sobre el dolor, el sufrimiento, la desdicha y la angustia escritas por mujeres y hombres que murieron en sus camas de eso que se llama, de un modo un tanto macabro, ni más ni menos que muerte natural.
Y también están llenas de obras maravillosas escritas por gente como Osip Mandelstam o Anna Ajmátova que crearon sus versos en medio del infierno, cuando eran perseguidos, veían caer asesinados a los suyos, sufrían hambre y privaciones de todo tipo, acosos, cárceles, torturas y campos de concentración. Y, sin embargo, pensaron que escribir era un modo de salvarse, de vencer a sus verdugos.
En la literatura, lo mismo que en la vida, una cosa puede ser lo contrario de la otra y ser tan verdad como ella. Ojalá los escritores que componen esta antología no se hubiesen matado. Sus creaciones no serían peor por eso y no hay más que leer este libro para darnos cuenta de todo el placer que nos robaron al verter el veneno o disparar sus pistolas.

Benjamín Prado
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