Elegía diferente
A Carlos Riera, en la eternidad
Carlos, mi amigo Carlos,
hoy hace varios años que te has muerto.
(Mi corazón se encoge
ante la persistencia tenaz de tu recuerdo.)Tú no has muerto del tifus ni de la meningitis,
como dicen los médicos;
Tú te has muerto de asco, de imposible o de tedio.¡Qué bien te conocía, Carlos Riera!
¿Ves cómo confirmaste mi sospecha
de que harías algo de mucha trascendencia?
Algo que no era el libro árido
de aparentes verdades que estabas preparando
para endilgarnos
dentro de 20 ó 25 años.
(¿Pretenderás, Pelona, que te demos las gracias
porque de su lectura nos libraste?)Ya tanto fantaseabas
sobre cosas abstrusas
y mirabas tan poco hacia fuera,
que, descuidado, asiéndote la Intrusa,
te arrastró, compasiva, con ella
para calmar tu sed y tu impaciencia.
Ya estarás satisfecho,
pues sabes lo que ignoran tus maestros.Ya no serás el ciego
que de noche en el bosque perdiera
su bastón y su perro. Pero, ¿con qué derecho
te marchaste llevándote mi hacienda?
De ser cierto el refrán «un amigo
es un tesoro», casi me quedo en la miseria.
¡Y eso no está bien hecho, Carlos Riera!...El día de tu muerte —bien me acuerdo—
me cogió la noticia de sorpresa,
a pesar de que el aciago telegrama
era amarillo y negro.Te lloré con las lágrimas con que llora el niño,
con lágrimas que mojan, verdaderas,
— ¡y tanto que creía que su fuente
se había en mí secado para siempre!
(Más tarde, ¡cuántas veces te he llorado
con invisibles lágrimas internas!)¡Qué extraño era tu rostro entre las cuatro velas!
Verdoso, patilludo; y asomaba a tus labios
una semisonrisa de desprecio o de triunfo.
¡Qué trabajo
me costaba creer que ya nunca
volveríamos a hablarnos
de intrincados problemas abstractos! Mas, mi pobre Carlos,
¡ya lo creo que estabas bien muerto!
Como hoy, sin duda, ya estarás podrido;
solamente me queda tu recuerdo,
que se irá conmigo.Sin embargo, te finjo
en el plácido alcázar de los muertos,
clásicamente revestido
de una inconsútil toga
que dignifica tu asombrada sombra...
Te habrás apresurado hacia el departamento
de los filósofos que fueron..
—espíritus afines o maestros. El viejo Spencer
a quien tanto leíste y comentaste,
al verte, satisfecho,
mesará sus diáfanas patillas astrales;
y todos,
protectoramente, golpearán tu hombro
con aire de maestros,
aunque tú sabrás tanto como ellos.¿Quién me asegura que una carcajada,
de las que, con frecuencia, aquí se te escapan,
no se te irán al recuerdo
de tu admirado magister Don José Ingenieros?
¿No sientes lástima por los que nos quedamos,
tú, que ahora conoces el Misterio? Carlos, si te paseas entre las sombras
de los buenos filósofos de ayer,
dale muchos recuerdos a Spinoza,
estrecha con respeto la mano de Darwin,
y abraza fuertemente de mi parte
a mi gran amigo Federico Amiel.
José Zacarías Tallet
Carlos, mi amigo Carlos,
hoy hace varios años que te has muerto.
(Mi corazón se encoge
ante la persistencia tenaz de tu recuerdo.)Tú no has muerto del tifus ni de la meningitis,
como dicen los médicos;
Tú te has muerto de asco, de imposible o de tedio.¡Qué bien te conocía, Carlos Riera!
¿Ves cómo confirmaste mi sospecha
de que harías algo de mucha trascendencia?
Algo que no era el libro árido
de aparentes verdades que estabas preparando
para endilgarnos
dentro de 20 ó 25 años.
(¿Pretenderás, Pelona, que te demos las gracias
porque de su lectura nos libraste?)Ya tanto fantaseabas
sobre cosas abstrusas
y mirabas tan poco hacia fuera,
que, descuidado, asiéndote la Intrusa,
te arrastró, compasiva, con ella
para calmar tu sed y tu impaciencia.
Ya estarás satisfecho,
pues sabes lo que ignoran tus maestros.Ya no serás el ciego
que de noche en el bosque perdiera
su bastón y su perro. Pero, ¿con qué derecho
te marchaste llevándote mi hacienda?
De ser cierto el refrán «un amigo
es un tesoro», casi me quedo en la miseria.
¡Y eso no está bien hecho, Carlos Riera!...El día de tu muerte —bien me acuerdo—
me cogió la noticia de sorpresa,
a pesar de que el aciago telegrama
era amarillo y negro.Te lloré con las lágrimas con que llora el niño,
con lágrimas que mojan, verdaderas,
— ¡y tanto que creía que su fuente
se había en mí secado para siempre!
(Más tarde, ¡cuántas veces te he llorado
con invisibles lágrimas internas!)¡Qué extraño era tu rostro entre las cuatro velas!
Verdoso, patilludo; y asomaba a tus labios
una semisonrisa de desprecio o de triunfo.
¡Qué trabajo
me costaba creer que ya nunca
volveríamos a hablarnos
de intrincados problemas abstractos! Mas, mi pobre Carlos,
¡ya lo creo que estabas bien muerto!
Como hoy, sin duda, ya estarás podrido;
solamente me queda tu recuerdo,
que se irá conmigo.Sin embargo, te finjo
en el plácido alcázar de los muertos,
clásicamente revestido
de una inconsútil toga
que dignifica tu asombrada sombra...
Te habrás apresurado hacia el departamento
de los filósofos que fueron..
—espíritus afines o maestros. El viejo Spencer
a quien tanto leíste y comentaste,
al verte, satisfecho,
mesará sus diáfanas patillas astrales;
y todos,
protectoramente, golpearán tu hombro
con aire de maestros,
aunque tú sabrás tanto como ellos.¿Quién me asegura que una carcajada,
de las que, con frecuencia, aquí se te escapan,
no se te irán al recuerdo
de tu admirado magister Don José Ingenieros?
¿No sientes lástima por los que nos quedamos,
tú, que ahora conoces el Misterio? Carlos, si te paseas entre las sombras
de los buenos filósofos de ayer,
dale muchos recuerdos a Spinoza,
estrecha con respeto la mano de Darwin,
y abraza fuertemente de mi parte
a mi gran amigo Federico Amiel.
José Zacarías Tallet
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